viernes, 1 de mayo de 2009

La primera y llegamos.

Cuando era yo chavito y estaba en la primaria de por mis lontanas y oscuras tierras para nada vecinas, me gustaba presumir de mis calificaciones de ñoño habilitado. Qué satisfacción más grata para un mocoso de ocho años que recibir, cada mes, el reconocimiento de Primer Lugar en Aprovechamiento, que con mi octeto de añitos no sabía madres qué quería decir eso; en cambio, me hacía sentir el güey más poderoso de todos. Que si bien, nunca tuve una colección de hielocos o tazos por que mi madre nunca me fomentó el vicio de las golosinas, tenía un diez perfecto en matemáticas y ciencias naturales. 
Todo era perfecto, y cuando digo perfecto me refiero a la más desgraciada de las perfecciones. O más bien, eso parecía, hasta ese día, cuando unas manos inexpertas tocaron la puerta de hierro vaciado. Yo, todavía atolondrado por el espectacular planteamiento de una multiplicación de dos dígitos, levanté la vista y ahí estaba. Me topé con ella, era la niña más bonita que había visto en mi cortísima y caraja vida. Dejé de hacer malabares con los numeritos y no pude hacer mas que seguirla con mis ojos de sapo. Ella no me miraba, estaba muy ocupada abriendo su guía práctica en la página de los numeritos.
Desde ese día no pude quitarle los ojos de encima. Se llamaba Erica y yo hacía como que no me importaba cuando la maestra gritaba su nombre desde las lejanías de su escritorio, hasta me pintaba el muy ofendido para llamar su atención. Hice de todo para que me prestara un poco de atención, como jugarme una partida de tazos -prestados, por supuesto- en mitad del salón, lo que me valió quedarme sin receso durante una semana entera. Ese mismo día, fue el día en que me gané el respeto de mis compañeritos de clase al haberles ganado cuatro de cinco corridas. También fue el día en que se me pegó un chicle al pantalón y me importó poco, por que Erica me había dicho que era bueno jugando tazos, que su hermano se las sabía de todas todas y si yo quería, un día podía ir a jugar tazos a su casa.
Casualmente, Erica vivía a una cuadra de casa de mi abuela. Nunca acepté su invitación, me aterró el pensar a su hermano el ganador de trofeos en lanzamiento de tazos apañándose a un Pítter muy inexperto y con suerte de (gulp!) principiante. Así que decliné, y en todo caso, a veces me iba caminando tras de ella, eso sí, cuidándome que nunca me viera. Inventé todas las excusas posibles, todas las cantaletas que le diría si por azar se diera cuenta que yo, pobre diablo, la espiaba y la cuidaba hasta que ponía el primer pie en su casa. Nunca me hicieron falta, la pobre era tan ingenua y distraída que no tenía idea de lo que pasaba en el mundo. 
Un día me armé de valor. Decidí dejar de ser el petulante pretencioso que fingía demencia, y le escribí una carta, la primera de mi vida. Se la envié y ella nunca contestó. Vaya decepción. Eres un pendejo me dije, y ese también fue la primera autopendejada de mi vida. 
Seguí mandándole cartas y seguí sintiéndome un pendejo, por que ella nunca devolvió una respuesta. No dejé de enviarle cartas y lo pendejo nunca se me quitó. A menudo me la topaba en la tienda, siempre con una Coca de dos litros y una cara de que que en verdad se esforzaba.
Un día, en sexto grado, la escuelucha organizó una fiesta y claro, una mini disco. Yo entré, por no dejar, los dos salones estaban ahí juntos y había refrescos gratis, lo más importante. Miré alrededor, todos bailando y Erica la más linda. Entonces, entré al montón, me hice el interesado, puse cara de que me divertía y actué los pasos que le robé a Onda Vaselina en su último video. Ella me clavó bien los ojos y me hizo una señal, quería bailar conmigo. Me puse rojísimo, me le acerqué y bailamos una eternidad, que más o menos fueron treinta y dos segundos.
Quedé clavadísimo y fui a contarle a mi abuela. Ella se fascinó y me mandó a la tienda, me dio permiso de quedarme un rato a ver si la veía, pero ella nunca apareció. Regresé a la casa, prendí la tele y me puse a ver La Hora de los Chavos. Me fastidió. Arranqué una rosa de plástico del adorno de mi abuela y le escribí una carta, una última y más bonita que todas. Hasta tuve la precaución de salpicar agüita con un gotero, para dar la impresión de haber derramado una que otra lagrimita. Se la mandé con una chavita medio bonachona que era muy su amiga. Ella prometió que se la daría y yo me fui brincando como lombriz en aceite, porque mi carta era lo suficientemente llegadora para darle un infartito y que se diera cuenta que yo era el mocosito de su vida.
Salí de la escuela con la frente bien el alto y el pecho afuera. Iba a comprar un coctel de frutas en el puesto, cuando vi a un tipito sentado con la rosa rosada de plástico que había yo arrancado un día antes del florero de mi abuela después de La Hora de los Chavos. 
-¿De dónde sacaste esa flor?
-Ah, me la dio una niña.
-Yo se la di a esa niña, dámela.
Y me la dio. Mocosa pendeja pensé, y era la primera vez que pendejeaba a alguien. Luego me devolví a mi casa, triste y mordiendo de coraje una pinche rosa de plástico. Nunca quise volver a ver a Erica por mi propio gusto, dejé de mandarle cartitas y por ende, de ser tan pendejo. Ya más grandes nos encontramos en la tienda. Ella venía con sus dos litros de Coca, como siempre, y yo había comprado unos Lucky Strike -uno no deja los vicios, los cambia nada más-
-Cómo estás guapo, Pítter -me dijo.
-Cómo estás pendeja - dije yo, y prendí el primer cigarrillo de esa cajetilla, la primera que compraba con mi propio dinero.