domingo, 10 de octubre de 2010

Sí, a mí también me mordió un vampiro en un supermercado: yo compraba aspirinas y él surtía dos bolsas de buen glitter.

viernes, 21 de agosto de 2009

Uno se levanta a cargar con el karma de todos los dias. Los mismos rostros de siempre, las mismas clases de los viernes por la mañana, el mismo camino hacia la escuela, el mismo automóvil ligero. Incluso, los mismos zapatos mojados. La misma discusión sobre películas con el chico de siempre, la misma letra ausente. Levantarte a las seis de la mañana, dormirte a la una de la mañana haciendo tareas que dejas inconclusas. Por que te vence el cansancio. Por que siempre es lo mismo. Por que nunca te quejas, por que dormir poco no te impide soñar mucho. Sueñas como boba. Sueñas demasiado y te levantas a mitad del mejor sueño: siempre pasa, pero te acostumbras. Nunca te quejas por que tu vida es poco menos que patética, por que ya no tienes vida para tí y así lo querías, para olvidar, para no engañarte. Y no puedes con tu cuerpo, ni con tu alma, y te vence el sueño en las películas, y tu maldito ídolo pasa enfrente de tu maldita cara, y tú estás vencida en el cansancio. Y no te importa eso, te importa que se te doblan las piernas, se te cierran los ojos. Eres la patética de siempre, y así te vas a quedar, y los demás van a arrancarte las oportunidades de la mano, y en vez de ganar vas a perderlo todo en una apuesta estúpida por unas cuantas horas de sueño.
Ya ves, los patéticos tienden a juntarse de vez en cuando. Y ojalá que para siempre.

lunes, 20 de julio de 2009

Te quiero madres

Te quiero madres, Robotina. Te quiero madres por que eres la persona más buena, inocente y pura que he conocido en mi vida de seductor enmascarado. Te quiero madres por que aprendiste a balancear la pasión y no quedarte con las ganas del 'qué será esto'. Te quiero madres por tu estilo desaliñado y casi anti femenino, haciendo a mi madre pensar mal de ti y creyéndote cliente de antros mundanos donde se le rinde culto al orgullo gay.
Te quiero madres por buena cristiana, buena chica, buena persona, buena onda, buena escucha, buena amante, buena novia, buena en casi todo.
Te quiero madres por que sabes hablar y a veces hasta escuchar, en intentos psiquiátricos de hacerme la vida más terapéutica, más color de rosa y menos Pítter.
Y precisamente, te quiero madres por hacerme la vida menos Pítter, tomando en cuenta los parámetros que esto implica: fiestas, borracheras, mujeres, amigos, diversión, alcohol, euforia, sexo, drogas y rock'n roll, como desde tiempos ancestrales ha venido acostumbrando su seguro servidor.
Sí, te quiero madres siendo este no un sinónimo extradiegético de la frase "te quiero endemoniadamente mucho", sino más bien con los efectos iracundos y delatores de un "pa' madres me sirve quererte".


Con todo mi aprecio (usando esto como término evasivo de un te quiero, por que ya explicamos el papel de esa frase),
Pítter.

viernes, 17 de julio de 2009

Ana.

No sé por qué te llamas Ana. Habiendo tantos nombres en el mundo, tan diversos, bonitos o churriguerescos, tenías que llamarte así. Tantos librejos de nombres, tantos personajes ridículos de caricatura, tantos protagonistas de noveluchas televiseras. Tantos y tantos pinches nombres de pinches calles, pueblos, ciudades, países, frutas, colores, olores, mitos, leyendas, cuentos, fábulas, poemas, canciones, sonidos, sabores, sentimientos. Tanta mierda en este mundo y tú te llamas Ana.
Tenías que llamarte Ana, claro.
Mi abuelo se casó con una Ana. Parieron por parto natural otra Ana. La cual tuvo, en medio de su rebeldía, una hija que se llamó Ana. La Ana por parto natural hija de mi abuela (la Ana casada con mi abuelo), tuvo un hermano. Ese hermano, casualmente, se casó con una psicoanalista. Se llamaba Ana. La Ana psicoanalista y el hermano de la Ana por parto natural (hija de la Ana esposa de mi abuelo) contrajeron nupcias. Su primogénito, ergo, primogénita, se llamó Ana. La primogénita Ana (Hija de la Ana psicoanalista y el hermano de la Ana por parto natural, que a su vez era hija de la Ana que se casó con mi abuelo) creció, muy guapa por cierto, y plaf. Que se embaraza y se casa. ¿Qué crees? Tuvo una Anita.
Mi mamá, la Ana por parto natural, (hija de la Ana esposa de mi abuelo, cuñada de la Ana psicoanalista, tía de la Ana primogénita, tìa abuela de Anita) está esperando que tenga mi primer hijo, y tal como sus orígenes de la vela perpetua, en silencio reza por que yo le dé una hija, que se llame Ana, el nombre de moda en mi familia, para que combine con su nombre, el de su mamá, de su cuñada, de su sobrina y su nieta.
Llamarse Ana me tiene hasta la madre. Así que de una vez te digo, güerita. O te cambias el nombre o renuncio, que ni creas que enamorarse está en mis prioridades.
¿Te gusta Bárbara? ¿Acaso algo menos ostentoso como María? ¿Lila? ¿A la antigua: Mercedes, Soledad, Consuelo, Socorro? ¿Enriqueta? ¿Martina? Incluso, podrías enjaretarte uno de esos nombres de Hollywood, muy contrastante con tu mexicanísimo apellido. ¿Qué te parece Helena? ¿Meryl? ¿Te parece bien Uma? Tienes cara de Charlize, o tal vez de Angelina.
Yo ya te dije. O te cambias el nombre, o no respondo.

TANTA mierda en este mundo, y tú te pinches llamas Ana.

sábado, 4 de julio de 2009

El hijo del vecino

El hijo del vecino es un personajazo. Tiene veinte años y estudia arquitectura en una prestigiada escuela de la ciudad, la más cara y la mejor. Al hijo del vecino le gsuta andar en jeans y t-shirt, evitando formalidades y compromisos sociales a toda costa. Es blanquísimo, castañísimo, altísimo, ojoazulísimo. Guapísimo. Y algunos otros "ísimos" posibles, claro está.
Al hijo del vecino no le gusta el ruido, mucho menos la furia. Escucha música a volumen moderado, donde no pueda molestar a nadie. Le disgusta la banda, le gustan los beatles sin pelearse con los rolling. No puede dejar de pensar en la muerte de John Lennon, como fanático activo argumenta que el hecho de que permanezca tres metros bajo tierra le añade cierto caché y hasta enigma.
El hijo del vecino sabe conducir desde los 14, edad en la que su padre -al que llamaremos vecino- lo sentó al volante y decidió que su hijo -que por obvias razones, nombraremos el hijo del vecino- debería aprender a manejar. Fue un buen aprendiz, le gustaba andar por periféricos y sentir que iba solo, sin nadie que estuviera cuidándole la palanca de velocidades. Al hijo del vecino le regalaron su primer auto a los 17, un peugeot negrísimo, nuevísimo, lujosísimo. Hermosísimo.
Al hijo del vecino le pesa el corazón tan sensible que tiene. Casi infantil. El hijo del vecino se queja de ser tan blanquísimo, castañísimo, ojoazulísimo, guapísimo, y de no haber sido así como su padre: blanco, castaño, ojo-azul, guapo; sin verse alterado por los sinsabores del "ísimo".
Mamá dice que es el hombre perfecto. Yo se lo diría, si no existiera ese pequeño detalle: nunca, en mi vida, he visto al hijo del vecino.

viernes, 1 de mayo de 2009

La primera y llegamos.

Cuando era yo chavito y estaba en la primaria de por mis lontanas y oscuras tierras para nada vecinas, me gustaba presumir de mis calificaciones de ñoño habilitado. Qué satisfacción más grata para un mocoso de ocho años que recibir, cada mes, el reconocimiento de Primer Lugar en Aprovechamiento, que con mi octeto de añitos no sabía madres qué quería decir eso; en cambio, me hacía sentir el güey más poderoso de todos. Que si bien, nunca tuve una colección de hielocos o tazos por que mi madre nunca me fomentó el vicio de las golosinas, tenía un diez perfecto en matemáticas y ciencias naturales. 
Todo era perfecto, y cuando digo perfecto me refiero a la más desgraciada de las perfecciones. O más bien, eso parecía, hasta ese día, cuando unas manos inexpertas tocaron la puerta de hierro vaciado. Yo, todavía atolondrado por el espectacular planteamiento de una multiplicación de dos dígitos, levanté la vista y ahí estaba. Me topé con ella, era la niña más bonita que había visto en mi cortísima y caraja vida. Dejé de hacer malabares con los numeritos y no pude hacer mas que seguirla con mis ojos de sapo. Ella no me miraba, estaba muy ocupada abriendo su guía práctica en la página de los numeritos.
Desde ese día no pude quitarle los ojos de encima. Se llamaba Erica y yo hacía como que no me importaba cuando la maestra gritaba su nombre desde las lejanías de su escritorio, hasta me pintaba el muy ofendido para llamar su atención. Hice de todo para que me prestara un poco de atención, como jugarme una partida de tazos -prestados, por supuesto- en mitad del salón, lo que me valió quedarme sin receso durante una semana entera. Ese mismo día, fue el día en que me gané el respeto de mis compañeritos de clase al haberles ganado cuatro de cinco corridas. También fue el día en que se me pegó un chicle al pantalón y me importó poco, por que Erica me había dicho que era bueno jugando tazos, que su hermano se las sabía de todas todas y si yo quería, un día podía ir a jugar tazos a su casa.
Casualmente, Erica vivía a una cuadra de casa de mi abuela. Nunca acepté su invitación, me aterró el pensar a su hermano el ganador de trofeos en lanzamiento de tazos apañándose a un Pítter muy inexperto y con suerte de (gulp!) principiante. Así que decliné, y en todo caso, a veces me iba caminando tras de ella, eso sí, cuidándome que nunca me viera. Inventé todas las excusas posibles, todas las cantaletas que le diría si por azar se diera cuenta que yo, pobre diablo, la espiaba y la cuidaba hasta que ponía el primer pie en su casa. Nunca me hicieron falta, la pobre era tan ingenua y distraída que no tenía idea de lo que pasaba en el mundo. 
Un día me armé de valor. Decidí dejar de ser el petulante pretencioso que fingía demencia, y le escribí una carta, la primera de mi vida. Se la envié y ella nunca contestó. Vaya decepción. Eres un pendejo me dije, y ese también fue la primera autopendejada de mi vida. 
Seguí mandándole cartas y seguí sintiéndome un pendejo, por que ella nunca devolvió una respuesta. No dejé de enviarle cartas y lo pendejo nunca se me quitó. A menudo me la topaba en la tienda, siempre con una Coca de dos litros y una cara de que que en verdad se esforzaba.
Un día, en sexto grado, la escuelucha organizó una fiesta y claro, una mini disco. Yo entré, por no dejar, los dos salones estaban ahí juntos y había refrescos gratis, lo más importante. Miré alrededor, todos bailando y Erica la más linda. Entonces, entré al montón, me hice el interesado, puse cara de que me divertía y actué los pasos que le robé a Onda Vaselina en su último video. Ella me clavó bien los ojos y me hizo una señal, quería bailar conmigo. Me puse rojísimo, me le acerqué y bailamos una eternidad, que más o menos fueron treinta y dos segundos.
Quedé clavadísimo y fui a contarle a mi abuela. Ella se fascinó y me mandó a la tienda, me dio permiso de quedarme un rato a ver si la veía, pero ella nunca apareció. Regresé a la casa, prendí la tele y me puse a ver La Hora de los Chavos. Me fastidió. Arranqué una rosa de plástico del adorno de mi abuela y le escribí una carta, una última y más bonita que todas. Hasta tuve la precaución de salpicar agüita con un gotero, para dar la impresión de haber derramado una que otra lagrimita. Se la mandé con una chavita medio bonachona que era muy su amiga. Ella prometió que se la daría y yo me fui brincando como lombriz en aceite, porque mi carta era lo suficientemente llegadora para darle un infartito y que se diera cuenta que yo era el mocosito de su vida.
Salí de la escuela con la frente bien el alto y el pecho afuera. Iba a comprar un coctel de frutas en el puesto, cuando vi a un tipito sentado con la rosa rosada de plástico que había yo arrancado un día antes del florero de mi abuela después de La Hora de los Chavos. 
-¿De dónde sacaste esa flor?
-Ah, me la dio una niña.
-Yo se la di a esa niña, dámela.
Y me la dio. Mocosa pendeja pensé, y era la primera vez que pendejeaba a alguien. Luego me devolví a mi casa, triste y mordiendo de coraje una pinche rosa de plástico. Nunca quise volver a ver a Erica por mi propio gusto, dejé de mandarle cartitas y por ende, de ser tan pendejo. Ya más grandes nos encontramos en la tienda. Ella venía con sus dos litros de Coca, como siempre, y yo había comprado unos Lucky Strike -uno no deja los vicios, los cambia nada más-
-Cómo estás guapo, Pítter -me dijo.
-Cómo estás pendeja - dije yo, y prendí el primer cigarrillo de esa cajetilla, la primera que compraba con mi propio dinero.