lunes, 20 de julio de 2009

Te quiero madres

Te quiero madres, Robotina. Te quiero madres por que eres la persona más buena, inocente y pura que he conocido en mi vida de seductor enmascarado. Te quiero madres por que aprendiste a balancear la pasión y no quedarte con las ganas del 'qué será esto'. Te quiero madres por tu estilo desaliñado y casi anti femenino, haciendo a mi madre pensar mal de ti y creyéndote cliente de antros mundanos donde se le rinde culto al orgullo gay.
Te quiero madres por buena cristiana, buena chica, buena persona, buena onda, buena escucha, buena amante, buena novia, buena en casi todo.
Te quiero madres por que sabes hablar y a veces hasta escuchar, en intentos psiquiátricos de hacerme la vida más terapéutica, más color de rosa y menos Pítter.
Y precisamente, te quiero madres por hacerme la vida menos Pítter, tomando en cuenta los parámetros que esto implica: fiestas, borracheras, mujeres, amigos, diversión, alcohol, euforia, sexo, drogas y rock'n roll, como desde tiempos ancestrales ha venido acostumbrando su seguro servidor.
Sí, te quiero madres siendo este no un sinónimo extradiegético de la frase "te quiero endemoniadamente mucho", sino más bien con los efectos iracundos y delatores de un "pa' madres me sirve quererte".


Con todo mi aprecio (usando esto como término evasivo de un te quiero, por que ya explicamos el papel de esa frase),
Pítter.

viernes, 17 de julio de 2009

Ana.

No sé por qué te llamas Ana. Habiendo tantos nombres en el mundo, tan diversos, bonitos o churriguerescos, tenías que llamarte así. Tantos librejos de nombres, tantos personajes ridículos de caricatura, tantos protagonistas de noveluchas televiseras. Tantos y tantos pinches nombres de pinches calles, pueblos, ciudades, países, frutas, colores, olores, mitos, leyendas, cuentos, fábulas, poemas, canciones, sonidos, sabores, sentimientos. Tanta mierda en este mundo y tú te llamas Ana.
Tenías que llamarte Ana, claro.
Mi abuelo se casó con una Ana. Parieron por parto natural otra Ana. La cual tuvo, en medio de su rebeldía, una hija que se llamó Ana. La Ana por parto natural hija de mi abuela (la Ana casada con mi abuelo), tuvo un hermano. Ese hermano, casualmente, se casó con una psicoanalista. Se llamaba Ana. La Ana psicoanalista y el hermano de la Ana por parto natural (hija de la Ana esposa de mi abuelo) contrajeron nupcias. Su primogénito, ergo, primogénita, se llamó Ana. La primogénita Ana (Hija de la Ana psicoanalista y el hermano de la Ana por parto natural, que a su vez era hija de la Ana que se casó con mi abuelo) creció, muy guapa por cierto, y plaf. Que se embaraza y se casa. ¿Qué crees? Tuvo una Anita.
Mi mamá, la Ana por parto natural, (hija de la Ana esposa de mi abuelo, cuñada de la Ana psicoanalista, tía de la Ana primogénita, tìa abuela de Anita) está esperando que tenga mi primer hijo, y tal como sus orígenes de la vela perpetua, en silencio reza por que yo le dé una hija, que se llame Ana, el nombre de moda en mi familia, para que combine con su nombre, el de su mamá, de su cuñada, de su sobrina y su nieta.
Llamarse Ana me tiene hasta la madre. Así que de una vez te digo, güerita. O te cambias el nombre o renuncio, que ni creas que enamorarse está en mis prioridades.
¿Te gusta Bárbara? ¿Acaso algo menos ostentoso como María? ¿Lila? ¿A la antigua: Mercedes, Soledad, Consuelo, Socorro? ¿Enriqueta? ¿Martina? Incluso, podrías enjaretarte uno de esos nombres de Hollywood, muy contrastante con tu mexicanísimo apellido. ¿Qué te parece Helena? ¿Meryl? ¿Te parece bien Uma? Tienes cara de Charlize, o tal vez de Angelina.
Yo ya te dije. O te cambias el nombre, o no respondo.

TANTA mierda en este mundo, y tú te pinches llamas Ana.

sábado, 4 de julio de 2009

El hijo del vecino

El hijo del vecino es un personajazo. Tiene veinte años y estudia arquitectura en una prestigiada escuela de la ciudad, la más cara y la mejor. Al hijo del vecino le gsuta andar en jeans y t-shirt, evitando formalidades y compromisos sociales a toda costa. Es blanquísimo, castañísimo, altísimo, ojoazulísimo. Guapísimo. Y algunos otros "ísimos" posibles, claro está.
Al hijo del vecino no le gusta el ruido, mucho menos la furia. Escucha música a volumen moderado, donde no pueda molestar a nadie. Le disgusta la banda, le gustan los beatles sin pelearse con los rolling. No puede dejar de pensar en la muerte de John Lennon, como fanático activo argumenta que el hecho de que permanezca tres metros bajo tierra le añade cierto caché y hasta enigma.
El hijo del vecino sabe conducir desde los 14, edad en la que su padre -al que llamaremos vecino- lo sentó al volante y decidió que su hijo -que por obvias razones, nombraremos el hijo del vecino- debería aprender a manejar. Fue un buen aprendiz, le gustaba andar por periféricos y sentir que iba solo, sin nadie que estuviera cuidándole la palanca de velocidades. Al hijo del vecino le regalaron su primer auto a los 17, un peugeot negrísimo, nuevísimo, lujosísimo. Hermosísimo.
Al hijo del vecino le pesa el corazón tan sensible que tiene. Casi infantil. El hijo del vecino se queja de ser tan blanquísimo, castañísimo, ojoazulísimo, guapísimo, y de no haber sido así como su padre: blanco, castaño, ojo-azul, guapo; sin verse alterado por los sinsabores del "ísimo".
Mamá dice que es el hombre perfecto. Yo se lo diría, si no existiera ese pequeño detalle: nunca, en mi vida, he visto al hijo del vecino.